Una vez disgregado todo aquello que suponía las bases de lo establecido, el sustento de la vida, del desarrollo de la misma; perdido el sentido de las directrices, no habiendo amparo, cuando es precisamente el amparo lo que nos mantiene vivazmente vivos, todo es irresolución.
Cuando no puede lograrse una conectividad eficiente entre lo pensado y lo ejecutable surgen innumerables irradiaciones en el proceso cognitivo, las cuales tratan de lograr esa relación que consiga efectuar el procedimiento buscado, la consecución de realizar con certeza, o con el mayor número de signos razonables de la misma, el acto que conlleva a lo premeditado.
Cuando esta ramificación se extiende sin llegar a ninguna resolución considerada por la razón como factible, el proceso de ramificación se extiende y vuelve a diversificar cada una de sus ramas, pues es necesario encontrar esa interacción que contenga un porcentaje de posibilidad real.
Este proceso cuanto más se amplía más requiere de la capacidad neuronal, la cual ha de ir generando los procesos suficientes, que también han de ser «juzgados», discernidos por la propia mente.
Ahí es donde reside la causa de la abnegación del raciocinio, el estrés mental cuando ésa conectividad deseada no llega. Se inicia a su vez de forma involuntaria otro nuevo proceso mental de interconexión, esta vez, buscando la causa que impide encontrar la relación entre lo pensado y su ejecución.
Coexisten pues a la par dos procesos; el originario de la búsqueda y el de nueva formación, el de la búsqueda de la incapacidad primera.
En este punto la propia capacidad neuronal comienza a ser insuficiente y ella misma cede dedicación de asuntos mundanos a estas dos causas consideradas vitales. Se produce entonces una pérdida de conectividad con lo establecido como normalidad (lo mundano), una desconexión con lo que nos relaciona exteriormente y/o con lo exterior.
Recuperamos ahora el ámbito del amparo, siendo éste ese lugar donde la mente no necesita hacer uso del raciocinio. ¿Qué ocurre sin él?
(27/02/2018)